Hubo un tiempo lejano en el que ser de izquierdas traía mas
inconvenientes que ventajas.
En que ser comunista era ser ejemplo de integridad.
A los que no podían doblegar ni metiéndolos en el campo de
concentración, la cárcel, la represalia a la familia, la tortura, el pelotón de
fusilamiento, la ley de fugas...ni el miedo al falangista con pistola que había en cada pueblo.Mientras muchos disfrutaban de la comodidad de no "meterse en política", otros probaban el sabor de su propia sangre en las infinitas palizas que se daban en los cuarteles o en las comisarías del Régimen.
Tiempos lejanos en los que eran capaces hasta de organizarse
en el mismísimo Mauthausen, ante la mirada de los brutales guardianes de las SS
y sus kapos polacos, en donde un plato de sopa de más servía para decidir la
vida hasta el día siguiente o ser despeñado desde lo alto del cortado de la cantera de
granito.
Los primeros en la lucha, los últimos en la recompensa,
entrando antes que nadie con sus blindados en París, rotulados con nombres de
batallas de la Guerra Civil
junto a Lecrerc y La Novena,
orgullosos, liberando la capital de ese país colaboracionista que años atrás
los maltrató hacinándolos sedientos en playas, guardados por soldados coloniales
y que les pagó su entrada triunfal en la capital con el olvido de sus libros de
historia, damasiado impertinentes para la gran mentira que supuso la leyenda de la Francia resistente.
Comunistas siempre perdedores, pero honrados hasta la fosa muchos de ellos.
Comunistas anónimos muertos de viejo en el asilo, pues nunca
aspiraron ni consiguieron un puesto en ninguna empresa, ni fundación, ni observatorio.
Con vidas increibles hasta para ser llevadas a la ficción que no contaban ni a
los mas próximos, humildes, sabedores de sobra de que eran tristes historias y
que las guerras son mugre, muchísima mugre.
Vidas desgraciadas por no transigir con el poder, incómodos
porque no soportaban a su lado un solo segundo a un compañero corrupto.
Firmaron la paz en la transición porque para eso habían
hecho la guerra toda su vida. Con todo el derecho que les daba su historia, su
lucha, su entrega y su sangre. Y la de los suyos.
Hicieron lo que debían hacer, mientras sus herederos, los
políticos de hoy, tiran por el sumidero su valioso ejemplo, ignorantes del
desperdicio de tan preciado néctar, con la ignorancia y el oropel del nuevo rico, preocupados por
colocarse a ellos y su familia, haciendo de la doblez la norma, relativizando
la corrupción de los amigos, convirtiendo aquellas banderas en mero capote para
periodos electorales.
Una historia de rebeldes y de perdedores. Dignísimos
perdedores. Y a mucha honra.